El dilema se ha instalado desde hace años en nuestra sociedad. Los latinoamericanos, cada vez que vamos al viejo continente, alabamos la estructura, la organización, admiramos cómo se vive el deporte más popular del mundo, sin ningún tipo de incidentes. Nunca se observan hechos delictivos ni de violencia.
La otra realidad, la trágica, es la de los “Barrabrava” que cada vez poseen más poder; la de las muertes insólitas, sin sentido, en las que muchas veces los encargados de brindar seguridad son aliados del delito. Ese es nuestro fútbol.
En Europa, se dice que el público es frío, que no sienten el mismo amor que los argentinos, que sus festejos son aburridos y que el resultado, simplemente, es una anécdota. Si ésa es la solución para prevenir el “caos” que se produce por pasión, placer, corrupción o poder, bienvenida sea esa mentalidad a nuestro país.
Por otra parte, desde este lado del Océano Atlántico, el asombro que causa cada vez que sale un equipo a la cancha, el aliento incondicional cualquiera sea el resultado, las banderas, los bombos, el color y todo ese “folclore” que es tan nuestro, es realmente increíble. Por eso, hay tantos extranjeros por cada rincón de los estadios nacionales.
Claramente, y sin descubrir nada, estamos ante un problema cultural. El nivel extremo de violencia por el que pasa nuestro país, el exitismo, la adrenalina con la que convivimos segundo a segundo, la vertiginosidad y desprolijidad con la que se disputan los partidos, lo ilógico e incierto del resultado final, hacen que nuestro fútbol, el fútbol argentino, convoque, semana tras semana, a millones de argentinos, quienes, a pesar de las diferencias, compartimos la misma pasión.
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